ALOCUCIÓN ACERBISSIMUM, PIO IX AL CONSISTORIO SECRETO
“Venerables Hermanos.
Queremos
comunicaros en este día, el acerbo dolor que ha mucho tiempo sentimos en el
fondo del alma por los graves y nunca bastante deplorados daños que hace
algunos años atormentan y afligen a la Iglesia católica en la República de la
Nueva Granada. Jamás habríamos podido
imaginar cosas semejantes después de los testimonios de benevolencia, bien
conocidos de todo el mundo, que esta Silla Apostólica ha prodigado a esa República,
y después que nuestro predecesor Gregorio XVI, de feliz memoria, no solamente
se apresuró a reconocerla antes que a las otras Repúblicas de esas regiones,
sino que también estableció allí una Nunciatura apostólica a fin de procurar
con esmerada solicitud el bien espiritual de ese pueblo y de estrechar más y
más con esa República los vínculos de nuestra amistad. Nuestro dolor es tanto más vivo cuanto Nos
hemos visto frustrados los medios que, con infatigable perseverancia, hemos empleado nuestro predecesor
y Nos mismos para con ese Gobierno, a fin de que se ponga remedio a los males
tan grandes irrogados a la Religión católica en ese país, y para que se
abroguen las impías e injustísimas leyes que el poder civil ha promulgado y
sancionado allí con gravísimo detrimento de los fieles: leyes contrarias a la
divina institución de la Iglesia, a sus derechos venerables, a su libertad, a
la suprema autoridad de esta Silla Apostólica , no menos que a la autoridad de
los sagrados pastores y de las demás personas eclesiásticas.
Desde el mes de abril del año 1845 se había promulgado en
la Nueva Granada una ley que dispone entre otras cosas, que cuando los
tribunales legos admitan una acusación dirigida contra personas eclesiásticas,
estas personas, y no solamente los sacerdotes y demás clérigos sino hasta los
mismos Obispos establecidos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de
Dios, deben inmediatamente abstenerse del ejercicio de su ministerio y
encomendarlo a otros, conminando con cárcel, destierros y otras penas a todo el
que rehuse someterse a semejantes prescripciones. Luego que nuestro predecesor tuvo
conocimiento de esto, dirigió una carta al Presidente de aquella República,
representándole enérgicamente cuán digna de reprobación era semejante ley, y solicitando
con instancia su abrogación, y que los derechos de la Iglesia quedasen en toda
integridad. Nos, elevados por el
inescrutable juicio de Dios a esta Cátedra del Príncipe de los Apóstoles,
apenas tomamos el timón de la Iglesia universal, nos sentimos inflamados del
deseo de proveer a la situación angustiada de nuestra santa Religión en ese
país, y con este fin dirigimos en 1847 cartas al Presidente de aquella
República, expresándole por una parte todo el ardor de nuestra ansiosa
solicitud por esa porción del rebaño de Jesucristo y la caridad paternal con
que queríamos aplicar a las llagas de Israel los remedios propios para
curarlas, y deplorando por otra parte la miserable situación a que se veía
reducida esa Iglesia. Nos reclamamos
además enérgicamente contra dos proyectos de ley, el primero de los cuales
abolía los diezmos sin consultar con la Santa Sede y el segundo garantizaba a
los hombres de cualquiera nación que inmigrasen en la Nueva Granada, el
ejercicio público de su culto, sea cual fuere.
Al reprobar estos proyectos solicitamos con el más fuerte empeño, que
jamás fuesen puestos en ejecución para que la Iglesia pudiese usar de todos sus
derechos y gozar de su plena libertad.
Nos nos consolábamos con la esperanza de que el Gobierno
de la Nueva Granada acogería estas palabras, estas advertencias estas
peticiones, estas quejas nacidas del corazón tan amante como afligido del Padre
común de los fieles. Pero con gran dolor
de nuestro ánimo nos vemos obligados a anunciarles hoy, que los violentos y
hostiles ataques a la Iglesia de Cristo se multiplican cada día más en aquel
país, y que principalmente de dos años a esta parte, la potestad lega no ha
cesado de hacer a la Iglesia nuevas y profundas heridas. No solamente las leyes injustísimas de que
con dolor os acabamos de hablar no han sido abrogadas, sino que las dos
Asambleas legislativas de ese Gobierno han expedido otras que manifiestamente
violan, atacan y conculcan los más sagrados derechos de la Iglesia y de esta
Silla Apostólica. Entre tanto se
promulgó en el mes de mayo del año último, una ley contra las órdenes
religiosas que, santamente constituidas y prudentemente gobernadas, hacen tan
importantes servicios y dan tanto lustre así a la sociedad civil como a la
sociedad cristiana. Esta ley confirma la
expulsión de la Compañía de Jesús, familia religiosa que después de haber sido
deseada por largo tiempo, fue al fin llamada a aquél país, para el cual era de
tanta utilidad bajo el doble respecto del interés social y del interés católico. La misma ley prohíbe establecer en el
territorio de la República ninguna orden religiosa que profese, como en ella se
dice la obediencia pasiva, prometiendo además prestar auxilio a todos los que
quieran abandonar la vida religiosa que han abrazado, rompiendo los votos
solemnes: por último ella prohíbe al vigilante Arzobispo de esa provincia
eclesiástica, nuestro venerable hermano Manuel, varón dignísimo de los más
altos encomios de Nos y de esta Sede Apostólica, le prohíbe, decimos, ejercer
la facultad que la Santa Sede le concedió en 1835 de visitar las familias
religiosas, para restituir a su vigor la disciplina regular.
En el mismo mes de mayo de 1851 se promulgó otra ley por
la cual se abolió enteramente el fuero eclesiástico, de suerte que todas las
causas civiles y criminales que son de su resorte, y aun hasta las que
conciernen a los Arzobispos y Obispos, deberán en lo sucesivo ser juzgadas por
los tribunales legos y por los Magistrados de la República. A pocos días, esto es, el 27 de mayo de 1851,
se promulgó una ley sobre el nombramiento de curas en virtud de la cual las
Asambleas nacionales trasfieren el derecho falso y desnudo de todo fundamento,
de nombrar los curas, del Presidente de la República a ciertas Asambleas
parroquiales, que llaman Cabildo parroquial, y que se forman especialmente con
los padres de familia de cada parroquia, para que cuando ésta carezca de cura,
la Asamblea pueda nombrarlo. Otros
artículos de esa ley prohíben a los santos pastores recibir por ningún título
toda especie de emolumento y atribuyen a la Asamblea parroquial derecho de
fijar arbitrariamente, de aumentar y disminuir tanto las rentas de los curas
como los gastos relativos al culto; agregándose a estas disposiciones otras con
las cuales se violan y destruyen igualmente los derechos de la propiedad
eclesiástica.
Otra ley sancionada el 1º de junio de 1851, prohíbe
conferir las prebendas de las iglesias catedrales, hasta que las mayorías de
las Cámaras provinciales de las respectivas diócesis consientan en ello. Otras leyes se expidieron dando a todos
facultad de libertarse de la obligación de pagar los censos que forman la mayor
parte de las rentas eclesiásticas, con solo pagar al Gobierno la mitad del
capital. Además los bienes del Seminario Arquiepiscopal de Santa Fe de Bogotá,
han sido adjudicados al Colegio nacional, y hasta la suprema inspección sobre
el mismo Seminario ha sido atribuida al poder lego. No debemos pasar en silencio que la nueva
Constitución de esa República sancionada en estos últimos tiempos reconoce, entre
otros derechos el de libre instrucción, y concede a todos plena y entera
libertad de publicar los pensamientos y hasta las opiniones más monstruosas, al
mismo tiempo que la libertad para profesar en público o privado el culto que se
quiera.
Ya veis,
venerables hermanos, cuán terrible y sacrílega es la guerra que hacen a la
Iglesia católica los que dirigen los negocios públicos en la Nueva Granada, y
cuáles y cuántas son las injusticias cometidas contra ella, contra sus derechos
sagrados, contra sus pastores, contra sus ministros, y contra la suprema
autoridad nuestra y de esta Santa Sede.
Las leyes de que hemos hablado comenzaron a ponerse en ejecución desde
1851; los Obispos y los eclesiásticos que, animados de sentimientos católicos,
han reclamado justamente y con pleno derecho contra estas leyes y rehusando
obedecerlas, son objeto de crueles vejaciones y sufren los más duros
contratiempos con gran detrimento de las poblaciones fieles. La sagrada autoridad de los Obispos ha sido
suprimida, el ministerio de los curas entrabado y encadenado; muchos excelentes
predicadores de la palabra divina han sido encarcelados, y los eclesiásticos de
toda clase han quedado reducidos a la más extrema indigencia sufriendo toda
suerte de males.
[…]. Omitimos hablar aquí de varias nuevas leyes
propuestas a la Cámara de Diputados por algunos de sus miembros, que son
enteramente contrarias a la doctrina inmutable de la Iglesia católica y a sus
sagrados derechos. Por tanto nada
decimos de las proposiciones hechas para que la Iglesia sea separada del
Estado; para que los bienes de las Órdenes regulares y los procedentes de
legados píos se graven con empréstitos forzosos; para que se abroguen las leyes
que aseguran la existencia de las familias religiosas y garantizan sus derechos
y sus oficios; para que se tribuya a la autoridad civil el derecho de regir
diócesis y capítulos de canónigos, determinando los límites de ellas; para que
la jurisdicción eclesiástica se confiera a todos los que hayan sido nombrados
por el Gobierno. Tampoco diremos nada de
otro decreto por el cual, despreciando completamente la dignidad, la santidad y
el misterio del Sacramento del Matrimonio, y desvirtuando con crasa ignorancia
su institución y naturaleza con menosprecio de la potestad que pertenece a la
Iglesia sobre los Sacramentos, se proponía, siguiendo las opiniones de los
herejes ya condenadas y sin haber caso a la doctrina de la Iglesia católica,
que no se tuviera el matrimonio sino como un contrato civil, sancionado en
diversos casos el divorcio propiamente dicho, y sometiendo por último todas las
causas matrimoniales al conocimiento y jurisdicción de los tribunales
legos.
[…]. Ahora, venerables hermanos, desde que
llegaron a nuestra noticia las inicuas y nunca bastantemente reprobadas
disposiciones concebidas y ejecutadas por el Gobierno de la República de la
Nueva Granada contra la Iglesia, contra sus sagrados derechos, sus bienes, sus
pastores y sus ministros, Nos no hemos cesado de reclamar por conducto del
Cardenal nuestro Secretario de Estado ante ese Gobierno, dirigiéndoles
reiteradas quejas por las graves injurias hechas a la Iglesia y a esta Silla
Apostólica. Pero, lo decimos con dolor,
nuestras palabras, nuestras reclamaciones, nuestras quejas no han tenido
resultado alguno; tampoco lo han tenido las de los Obispos, quienes
fortalecidos con nuestras cartas y cumpliendo con el deber de su ministerio de
servir de ejemplo a los demás, no han rehuido oponerse como un muro para la
casa de Israel. Por tanto, para que
sepan los fieles de esa República y conozca el mundo entero cuán vehementemente
improbamos Nos todas estas cosas ejecutadas por los gobernantes de la Nueva
Granada contra la Religión, contra la Iglesia y sus leyes, contra los Prelados
y los Ministros católicos, contra los derechos y autoridad de esta Cátedra del
bienaventurado Pedro, levantamos hoy nuestra voz pastoral con libertad
apostólica en vuestra plena Asamblea, venerables hermanos, para improbar,
condenar y declarar írritas y completamente nulas las leyes arriba mencionadas,
que se han promulgado allí por la potestad civil con tanto menosprecio de la
autoridad eclesiástica y de esta Santa Sede, con tanto menosprecio y detrimento
de la Religión y de sus sagrados Pastores.
Además, Nos amonestamos seriamente a todos aquellos que de cualquiera
manera han contribuido a todos estos hechos, bien con sus actos, bien con sus
mandatos, para que reflexionen seriamente sobre las penas y censuras que las
constituciones apostólicas y los sagrados Cánones pronuncian contra los
profanadores de las cosas y de las personas sagradas, contra los violadores de
la potestad y libertad eclesiásticas, y contra los usurpadores de los derechos
de la Iglesia y de esta Sede Apostólica. […].
[1] El texto en latín se encuentra
en Pontificis Maximi Acta. Pars I, vol. I, pp. 383-395. Esta versión en español se toma de: Restrepo Juan Pablo, La Iglesia y el Estado en Colombia.
Londres, 1885, pp. 656-661. Esta
alocución está mencionada en la Proposición LIII del Syllabus, en la que se condena a los que dicen que debe derogarse
las leyes hechas con el objetivo de amparar y defender los derechos de las
órdenes religiosas. Resulta interesante
este documento, en cuanto que Pio IX hace una exhaustiva presentación de los “graves y nunca bastante deplorados daños”
que afligen a la Iglesia católica en la
República de la Nueva Granada y presenta la que puede ser una síntesis de la
larga cadena de leyes que afectaron la vida de la Iglesia en esta República.
Excelente documento. Gracias por el aporte
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